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Ni imposible ni lejos


-Bienvenidos al aeropuerto de Fiumicino- Dijo el piloto en un italiano nativo admirable, cerré mis ojos. Recuerdo como si hubiera sido esta mañana que vi un video en internet donde escuchaba repetir esas mismas palabras. Y ahora estaba acá, montada en un pájaro gigante con motores y turbinas, estacionando en la ciudad que más soñaba conocer del globo terráqueo. Llegamos al hotel ubicado en una típica calle romana, en uno de los barrios más icónicos de la ciudad: Trastevere. Los italianos podían distinguirse casi al instante de los turistas. Hace pocas horas que piso estas calles y ya puedo reconocer su estirpe a kilómetros. Sus pantalones cortos al cuerpo y sus zapatos de cuero sin medias. Y las mujeres, ¡Cuanta belleza! maquilladas como si estuvieran a punto de recibir un premio Pulitzer. Los adoquines del suelo me hacen descubrir enseguida que las zapatillas será lo que use los próximos 7 días. Entramos a un típico ristorante. Debuto en Roma con un plato de spaguetti a la carbonara como me recomendó mi madre. El mozo que nos atiende tiene el rostro más hermoso que había visto en mi vida, no exageraban los que decían que en este país era normal enamorarte 3 o 4 veces por día. Yo creo que acabo de encontrar la primera. Mi plato es blanco y hondo, los fideos están perfectamente colocados para una foto, la salsa distribuida de manera pareja permite que en cada bocado pueda recibirlos en conjunto. Ya está llegando la media noche y no me aguanto hasta mañana. Camino unas 15 cuadras entre scooters y fititos. Al doblar en una esquina lo veo, sus luces están colocadas estratégicamente para que el impacto sea exactamente el que acabo de vivir. Mis ojos no alcanzan a ver tanto como quisieran, parpadeo rápido, no quiero tener ni un microsegundo sin mirar. Me acerco rápido, por cada paso se convierte en algo más imponente. Pareciera que sus paredes crecieran más hacia el cielo por cada metro que me arrimo. Cuando me doy cuenta estoy mirando a los ojos a mi sueño. Hacía 28 años que deseaba estar exactamente donde estoy ahora. Los ojos se inundan y me apuro a limpiarlos, no quiero que nada me impida registrar cada detalle. Irónicamente la felicidad no me deja percibir la lucha, la muerte, la sangre ya extinguida del suelo. La gente le da demasiado la espalda por una foto. No se dan cuenta que la mejor cámara forma parte de su cuerpo: son sus ojos. Ninguna tecnología podrá jamás igualar al recuerdo. Tengo ganas de gritarles que se giren, que lo miren. Viajaron kilómetros para darle la espalda a uno de los teatros más antiguos de la historia de nuestro planeta. Me resigno al intento de que entiendan lo que pienso y sigo mirando, no sé cuantos minutos pasaron, que importa. Estoy parada frente al Coliseo Romano.


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